Ya que abro el cajón dejaré aquí cuentos y otros conjuntos de palabras elaborados por un servidor…
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Historia de C.
Así, el carácter de este escrito, determinado por su objeto, se adapta a su intención fundamental, que es la de ofrecer una contribución a la historia de la nada y a la comprensión de su significado permanente. Lo esencial desde este punto de vista, coincide en absoluto con lo esencial y nuclear de la nada misma. Esto no debe darse por sobreentendido, y mucho menos cuando se trata de la nada. De ella poseemos las consideraciones más variadas sobre problemas que no están en conexión necesaria, y a veces que no lo están en ninguna, con la substancia central de la nada. Y no sería inverosímil, que entre estas consideraciones se encontrase precisamente lo más valioso. Como ocurre con muchas otras cosas en las cuales los productos que subjetivamente eran secundarios, han resultado objetivamente los más importantes, los más fecundos. Pero la posibilidad y la razón de ser de este escrito se basa en que, en el caso de nuestra nada, las cosas ocurren de otro modo.
C. llora en el pasillo, dice que le pegan en la pierna que le duele. Es difícil identificar a qué época se refiere. Por lo menos a mi me cuesta. Llora desconsolada, se agarra a las paredes, antes había estado en el suelo. Es seguro que el hecho de haber descubierto en su mochila la funda de la cámara fotográfica de P. provoque todo esto. Es duro. Aquella época fue difícil. O no. Quizás no. Quizás sean recuerdos inventados. Son siempre iguales. Repite las palabras quizá escuchadas. ¿Es su madre? Aquellas niñas de su infancia corretean por su mente como si estuvieran aquí. Para ellas puede que C. no sea nada o puede que se sonrojen, puede que un día alguna de ellas entre en la cocina a beber una vaso de agua o bajé las escaleras hacia el parking, luego de una rápida despedida entre los compañeros de trabajo, y se descubra pensando en C. No recuerda exactamente qué decía o cómo lo decía, pero se sonroja. Se pregunta a qué viene, qué hace ese recuerdo ahí. Soy una buena persona. Son cosas de niños. Llega a casa y piensa en la conducción automática. No recuerdo ni el primer semáforo – piensa. Sabe, ella, la adulta, que no puede sentir culpa, que aquello no ha importado ni importará a nadie, que no es nada, que no puede poner el foco en un recuerdo así sin más. Desconoce, habla en su cabeza, se ha quitado la ropa y abre el grifo del agua caliente.
C. cámbiate que en un minuto salimos hacia la piscina. Venga, este baño está libre, date prisa. ¿Qué, qué te pasa, qué pasó?
– Nada.
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Eso no es nada
“Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil” (1) No estoy abochornado. Me duele el cuello de permanecer quieto. Necesitaba una visión. Soñar que todos los alumnos convocados a un examen de violín despertaron juntos en la misma habitación. Iban mal vestidos. Nadie le dio importancia. Salvo un soñador. Seis días y dos de ellos ausentes de alma. Mi traje era de fieltro. Como de payaso. Grueso. Mi arco, un cordón de zapatos. Dos redacciones. En una me besan o pido que me besen. En la otra no puedo aparcar el coche delante de una cueva en la calle de las casas bajas cerca del parque. La entrada y la acera han de permanecer libres para algo que no llego a saber. No hay grandes lugares. Tampoco conozco demasiado el mundo. Las cosas que no se ven se transmiten. Un pensamiento causa un sentimiento. Todo invisible. Luego te mueves y el mundo comienza, se expande. Bueno, eso no es nada – dice T. e I. le cuenta que tiene torcido el interior de la boca, que se lo dijo el dentista. M. está en el sofá, viendo la tele, está más rígido que antes de las vacaciones. Hoy hemos hecho ejercicio. Su lado izquierdo ya casi está apagado y sus ojos son oscuros y acuosos, casi no diferencian el iris de la pupila, vida y mundo embadurnados. Vida y mundo y lentejas ricas y agua y una siesta para hablar de lo invisible. De las cosas que no se ven y se transmiten. Es horrible una ciudad que no huele a nada. En un sueño sobre un escorpión azul y unos pantalones, fui a visitar a un cerdo que vivía en una pequeña casita que estaba en un terreno vallado cerca de la carretera que pasa por delante de la casa de mi abuela. Salió a saludarme, estaba bien, vi que su piel estaba cubierta por cintas verdes, parecía un jersey. El pantalón tenía el vuelo propio de los acampanados, recuerdo verlo volar cuando de una patada mi padre le quitó el aguijón. Íbamos bien vestidos. Creo que me di cuenta de que estábamos invitados a una boda cuando vi el escorpión azul a los pies de mi padre. La sociedad secreta de la que no dispone el soñador crea su antojo a través de la memoria. Las fotos de la boda de mis padres están en el álbum de cubiertas verdes, en donde también están las de su juventud y las de mi hermano cuando era solo un bebé.
(1) J.L.Borges.
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a masterpiece
Los pacientes de Freud tenían sueños freudianos y los de Jung sueños junguianos. Soñé que me acercaba a la costa. Un cabo de praderas verdes me servía de mirador. El mar se movía en una revista, se movía tan bien…., se movía en su piscina, el mar, sobrepasaba todas las alturas pero nunca salpicaba. No te asustes me dice M., mañana si no estoy no te asustes, me llevan al dentista me dice y se va a rellenar su vaso. Por el rabillo del ojo lo veo caminar y me parece que no arrastra la pierna. Sus deseos empujan su inteligencia. Lo humano es rebelde, lo humano se arruina. Hay una imagen que se niega a terminar. Voy andando con mi bicicleta por la acera, una pareja de ancianos sube unas escaleras. Ella vacila en los primeros escalones y el, que ya estaba más arriba, gira la cabeza instintivamente y le ofrece su mano para volver a equilibrarse. El latido del corazón es universal porque el órgano que lo genera es igual en todas partes. M. vino del dentista y se sentó directamente delante del ordenador. Es en realidad un tipo enorme con dificultades en el movimiento, que vive en su pequeño universo familiar cuyo congelamiento sucedió hace más de treinta años bajo una dura peregrinación pediátrica. Es curioso que aquella pareja subiera escaleras. No me jode que esté con ella – ¿no?, pues a mí sí que me jodería ¿y sabes lo que haría yo? estaría con alguien que le jodiera. Creo que es el miércoles cuando me coincide salir del trabajo sincronizado con la adolescencia. Bajo unas escaleras equivalentes a cinco pisos y cojo la bicicleta. El ordenador, los juegos, son un buen estímulo para que mueva sus manos y focalice su atención. Algunas mañanas jugamos, otras permanece en silencio, escribiendo en una libreta a medio encuadernar. Me gusta mucho cuando me cuenta algún párrafo de su novela. Lleva más de cien páginas de algo parecido a esto:
Es una autobiografía centrada en el entorno familiar, la comida, las enfermedades, los médicos y la felicidad cotidiana. A masterpiece.
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R4
“El edificio de una ciudad. La exposición de un cuadro. No hacer nada. Quedarse dormido. Las palomitas después de cenar. La gente extiende las toallas sobre los campos verdes. Toallas de baño, no de playa. Toallas de interior, de las que no deberían salir del baño. Yo voy a la piscina con la toalla de la playa y el bañador hasta la rodilla. El edificio conocido en la ciudad por sus carpinterías de alumino rojo. Yo vivía allí. Septimo y no veía nada. Nada y todas esas toallas. De líneas azules o bordados. Beige en casi todos los casos. No salió en los periódicos. Soñaba con un manantial cuyas aguas brotaban hacia el cielo, mis manos cogían un cangrejo de río, era azul, me asustaba y echaba a correr por la carretera, en ese momento estaba en ropa interior. El punto de vista, el edificio, no se puede permitir, no se puede, las voces y un rápido vistazo al patio, lo justo para ver a la mujer policía levantar la toalla. Así que ese fue el golpe que escuché. Un señor que cae envuelto en toallas, fin del desayuno. No salió en los periódicos, ni se habló en el edificio. Se llevaron las toallas y con ellas el viento. El viento de los campos verdes”.
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ejeRcicio tres
Perdona, disculpa, permiso, una pregunta. Te quiero. Creo no saber qué podría llegar a definir con exactitud. No tragué combustible, no tragué combustible, no tragué combustible, no tragué… En una mañana, P. puede no tragar multitud de cosas, pero en una semana aprecias la repetición. No hay tantas: agujas, tijeras, cuchillos, dardos, alfileres, pegamento, lejía, Coca-Cola… la de no tragué cuchillos, no tragué cuchillos, no tragué cuchillos, mientras se acerca hacia la clase por el pasillo en forma de “u”, es la que más me gusta. Emilia Pardo Bazán era hija de una familia gallega noble y muy pudiente de España: el conde pontificio de Pardo-Bazán, José María Pardo-Bazán y Mosquera, título que heredó a la muerte de su padre en 1908, y Amalia María de la Rúa-Figueroa y Somoza. Creo que Amalia está enterrada en el Cementerio de San Amaro en el barrio de Montealto. Su tumba es de las que no miran al mar. Un día, en una tarde alegre y sin nada que hacer, fui con L. a buscar la cripta de la niña Olimpita. De aquel domingo rescato el recuerdo vago de que cerca de la entrada había un conjunto de tumbas de cantería carcomida, había allí largos e ilustres nombres como el de la madre de Emilia. Ahora la calle está en obras y ya no puedo reconocer más que el ruido del martillo neumático y un montón de hombres con cascos haciendo sus cosas bajo la lluvia. Ya no sé cómo era cuando llegué aquí, hace nada más que un mes. Por aquel entonces no llovía y aparcaba en doble fila delante del bar Mario o del restaurante chino. Una vez conté el número de peldaños desde la calle hasta la puerta de mi casa para poder multiplicarlos por la suma total del número de veces que subía y bajaba en lo que podía ser mi mudanza. 89 x 18. El portal es un damero en blanco y negro, el letrero de las abogadas del primer piso se ilumina como si ya te llamara desde el umbral de la puerta. ¿y las llaves del armario de clase? Las busqué en el estante de las sudaderas, en los bolsillos de los vaqueros, de los que no son tan claros como los blancos ni tan azules como los oscuros que me quedan grandes. También en las camisas, sobretodo en la de cuadros amarillos y marrones, y nada, una tarjeta de un comercio y unos chicles viejos. En las cazadoras, que están en mi habitación siempre dispuestas a salir, esperándome, probé en la de cuero, pero nada, fue meter la mano y supe que no la había puesto ese día, ¿y la otra?, la negra, bolsillo izquierdo, un guante, bolsillo derecho, guante derecho y unos chicles de fresa. Suele haber chicles en mis bolsillos. El Jueves le dejé una nota a la profesora de la tarde. “Hola Ana. Creo que me dejé las llaves dentro del armario. Si puedes déjame abiertas las puertas de la izquierda. Gracias” No tragué chinchetas, no tragué chinchetas, no tragué chinchetas. Son las diez, P. llega tarde a clase otra vez.
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A media hora del futuro.
Llueve, L. espera en el futuro a media hora de aquí.
Escribo un poco más, lo que me da tiempo.
Maldita sea tengo que dejarme notas más claras, aquí pone: “y si el cepillo de dientes…” L. me dice durante la comida que comer me trae un remolino de ideas a la cabeza, bueno, quizás, algo se revoluciona en mi, sí, como cuando me cepillo los dientes, durante la comida pienso en si cuando recorro un lugar en el que ya estuve de niño de alguna forma se establece un puente, un silencio o algo así en el niño de ocho años que fui, un pensamiento fuera de lugar, un algo, sentido hace dieciséis años o también pienso que si un gobierno consiguiera vender armas al pasado… me refiero a que si consiguieran viajar al pasado e hicieran tratos con otros gobiernos o con ellos mismos en el pasado, tratos de armas, drogas, combustibles…el comercio duro, el que mueve el mundo, y lo hacen porque se dan cuenta de que hagan lo que hagan el presente no cambia, si lo hicieran, ¡si lo hicieran!, que lo harían estoy seguro, se demostraría que hay mundos paralelos y que además el capitalismo frenético de la venta y el número es tal que parece el más espacial de los relatos de ciencia ficción.
“La forma perfecta es desechada una vez conseguida”, segunda anotación, quizás incompleta, está claro que no me ayudo en nada. Desde este cuarto piso la lluvia se escucha perfecta, golpea en la cubierta, constante, una cortina de agua, estamos en otoño y L. ya debe de estar a una hora de aquí, media hora que me llevará llegar más la media hora que llevo aquí sentado. Primer viaje en bicicleta bajo la lluvia. Allá voy.
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R. le cuenta a L. una idea sobre el descenso al centro de la Tierra
L. cogió un libro, léeme un cuento antes de irme a clase. Leí dos mientras estábamos tirados en cama. Luego se fue y más tarde asomado a la ventana pensaba en que una ballena muerta tarda un mes en llegar al fondo del mar, ¿era un mes?, no lo sé, lo decía Miranda July en un cuento, decía que caía lentamente y yo pensaba en eso y en otras cosas pero sobretodo en eso y en los peces que miraban como uno de los seres más grandes de la Tierra caía a los abismos. Luego pensé, mientras bajaba las escaleras hacia la calle, que cuando estuviera muerto yo también podría descender. ‹‹Hacia el centro de la Tierra››. Septiembre, llueve y hace calor, cuatro muchachos se dan el último baño, es martes y la gente del Ultimate entrena en la playa incondicionalmente, pero a mí solo me importa mi viaje al centro de la tierra. Me pregunto cuánto hace que no llega nadie al centro de la tierra, descendiendo, con lentitud, como la ballena. Luego pienso en los cementerios y en si les molestará no descender, pero es la hora en la que todo el mundo sale a correr y el paseo marítimo es una carrera de obstáculos. La calle te da tanta concentración como te quita…Pulse, espere verde, verde y vuelve la cosa esa de descender, los huesos no llegan muy lejos, si no cómo podrían encontrar restos de hace miles de años a poco que se rasque, pero entonces, ¿se desciende o no? No sé, L. encuentra mi bicicleta aparcada en otro sitio, se la había dejado para ir a clase y al verla en otro sitio me llama y yo la veo desde un bar, saca el móvil del bolso y se lo pone en la oreja después de pulsar un botón. Yo agito mi móvil en el aire pensando mira para aquí, mira para aquí y ella mira y sonríe. Y viene a donde estoy sentado. Le cuento lo que hice desde que se fue a clase y ella me cuenta lo que hizo. Estamos contentos mientras, en la calle, las patrullas de la policía nacional aparcan en la acera, vienen en son de paz, apagados, sin los cantos de las sirenas, debe de haber ocho, no sabíamos que cenaban aquí, viendo el fútbol, cenando en la barra todos juntos, uniformados. Vergüenza me daría ser…cantamos en la mesa leyéndonos los labios, nos reímos un poco de ellos, hay que hacer tiempo que afuera está lloviendo. Le cuento a L. lo del descenso al centro de la Tierra, veo por primera vez la bola de fuego, yo no me acuerdo de los cuentos que te leí porque esa frase de la ballena lo inundó todo y no puedo dejar de pensar en todo eso del descenso y si yo o alguien también descenderá tan lentamente que el resto de los bichitos de la tierra puedan verlo caer al centro de la Tierra, que pienso yo, es dónde se puede acabar el viaje. En cualquier caso, el mar no se parece en nada a la Tierra.